Todo el amor de la princesa*




Ésta es la historia de un príncipe que tuvo que pensar mucho para conquistar a una princesa. 
La princesa era hija única. Su madre, la reina, se llamaba Sofía. Vivían en un castillo grande y rosa, con un puente de chocolate rodeado por un río en el que había cocodrilos de caramelo. 
Alrededor estaba lleno de castillos y por lo tanto de reyes y príncipes que estaban solos y querían princesas a quienes decirles cosas lindas y llevarlas a pasear a caballo y regalarle una parte de su reino. Sucede que entre tantos reyes y príncipes sólo había un castillo rosa, es cierto que un castillo increíble, el castillo de la Reina Sofía, y en él sólo había una princesa, hija única. 


Durante sus primeros años de vida, la princesita se la pasó aburrida y sola porque no tenía amigos con quienes jugar. No le gustaba para nada su nombre, así que cuando jugaba a las sombras o se presentaba ante los bichos que andaban perdidos por acá y allá. Solamente decía “hola, soy la princesa” y luego se quedaba callada.
Así pasaron los años, en la soledad de los juegos, hasta que una tarde se escucharon golpes terribles en la puerta y la Reina Sofía fue abrir. Había un señor con los labios manchados de caramelo de cocodrilo y otro señor gordo y rosa con la cara llena de manchas de chocolate. 
Se presentaron como “el príncipe de Tales”, y “el duque Buenanoche”, y pidieron entrar a saludar a la señorita princesa. Al principio ella no entendía nada y tenía ganas de irse otra vez a jugar con los bichos, los insectos, las sombras y las plantas; pero con el tiempo se acostumbró a la presencia de los dos príncipes, que hablaban, hablaban y hablaban mientras tomaban el té. 
Unos días después se escuchó otro golpe increíblemente fuerte en la gran puerta, como si hubiese llegado al castillo un hombre enorme disfrazado de castillo y se hubiese estrellado contra la pared. Sin embargo, sólo eran 7 príncipes más, que querían conocer a la princesa y que pidieron permiso para entrar. 
Así, entre sorbos de té, charlas y gente cerrando y abriendo la puerta, pasó el tiempo y los días de la dulce juventud, y todos crecieron, y siguieron llegando príncipes de todos lados, hasta que la princesa tuvo 17 novios. 
Nada más y nada menos que 17 novios príncipes. 
Reina Sofía estaba vieja y contenta: su hija era importante y popular y había muchísimas personas que no podían vivir sin ella, o sea que la querían mucho o algo así. 
Y la princesa la pasaba muy bien, aunque en el fondo sabía que no podía tener ningún novio más, porque con suerte dormía unas horas y con suerte le quedaba un rato para poner el castillo en orden y tomar sol: tenía tantos novios que se quedaba sin tiempo y se iba el último y ya había que comenzar de vuelta, abrirle la puerta al primero, tomar el té, decirse cosas simpáticas, despedirlo, abrirle a otro y así sucesivamente.


Pero esta no es sólo la historia de la princesa que odiaba su nombre y se puso de novia con 17 príncipes. 
También es la historia de Marcus, príncipe de Constantementenopla, que había vivido solo toda su vida, con su padre, el Rey Andrés, en un castillo de niebla, un castillo rodeado por un río seco en el que nadaban peces invisibles y donde no había nadie cerca con quien jugar. 
Además, el príncipe Marcus se la pasaba todo el tiempo enfermo o casi casi enfermo, porque su padre tenía mucho miedo y no lo dejaba salir y le pedía que se metiera en la cama constantemente y le decía “te vas a enfermar”, “te vas a enfermar”, “no salgas de la cama, te vas a enfermar”. 
Cuando Marcus, por ejemplo, se escapaba corriendo, salían todos los soldados de su padre a correrlo por detrás y si bien esto era enormemente divertido, ellos lo terminaban atrapando y lo encerraban en la pieza, todo tapado en la cama, apenas si se le veía la cabeza. 
Incluso una vez, Marcus (que había aprendido a correr más y más rápido practicando con sus piernas adentro de la cama) logró salir corriendo de su habitación, esquivó a todos los soldados del Rey Andrés y los dejó muy lejos. Los soldados todavía ni siquiera habían hecho la mitad del recorrido que había hecho él. Salió del castillo, saltó el río seco que le daba vueltas, se metió en la pradera y siguió corriendo sin parar por el reino de Constantementenopla hasta llegar cerca de los límites del reino y frenar para tomar aire. En ese mismo momento, apareció un helicóptero y dejó caer una jaula justo sobre su cabeza, dejándolo completamente encerrado. El helicóptero aterrizó al lado de Marcus, y de él bajó el Rey Andrés, que abrió los 17 candados de la jaula y abrazó a su hijo, temblando enormemente. Le dijo que si seguía haciendo esas cosas se iba a enfermar y se iba a morir y ya no habría castillo, ni peces de aire, ni pradera, ni soldados, ni reino. 


Y la verdad que Marcus quería a su padre y no deseaba hacerle mal, por lo que durante un buen tiempo no hizo más estragos y evitó correr hasta los límites y se quedó encerrado en la pieza leyendo y escribiendo las paredes e inventando juegos.  
Hasta que llegó una tarde en que el Rey Andrés abrió la puerta de golpe y abrazó a Marcus (que estaba pensando reglas para un nuevo juego) y lloró y pataleó, y pidió por favor al cielo que su hijo tuviera mejor suerte. Marcus no entendía nada de nada. 
El soldado preferido del Rey fue a buscar un vaso con agua fría. Volvió y le lanzó con toda su fuerza el agua a la cara del Rey, que entonces se compuso, le agradeció al soldado y se sentó en la cama con su hijo. 
“Pasa que hay una princesita acá cerca. Y algún día me voy a morir. Y es hora de que te cases con una princesa. Y ella es perfecta. Pero hay un problema. Un problema enorme. Tiene 17 novios príncipes”, le dijo.
 Dicho lo cual se largó de nuevo a llorar. Y cayó al piso y tuvo algunas convulsiones. 
Así fue que el príncipe Marcus empezó a pensar mucho en los modos de conquistar a la princesa.


Que se llamaba simplemente “princesa”, que tenía 17 novios príncipes, que estaba todo el tiempo ocupada y no tenía lugar para un novio más, cuya madre se llamaba Reina Sofía y era una anciana alegre, satisfecha y orgullosa. Que vivía en un castillo de chocolate y con cocodrilos de caramelo, un castillo con una puerta enorme que decía “Ocupado. Muy ocupado”. 
Marcus se detuvo sorprendido en la pradera cercana al castillo de la Reina Sofía y se puso otra vez a pensar. Se había puesto sus mejores ropas y llevaba chocolates y un helicóptero cargado de flores, lo cual parecía un excelente plan para darse a conocer, pero terminó siendo una pésima idea. Chocolate ya había, la puerta estaba cerrada y tenía el cartel “Ocupado. Muy ocupado”. Además, notó Marcus, cada una hora un príncipe se iba y llegaba otro, exactamente cada una hora, y apenas si se saludaban entre ellos, se cerraba la puerta y no se escuchaba nada después. 
Y se hizo de noche y Marcus siguió pensando.
Y llegó la lluvia y Marcus seguía pensando.
Y se hizo todo frío y repleto de nieve y Marcus seguía pensando.


Hasta que dio con la solución perfecta. Volvió corriendo al  castillo en el reino de Constantementenopla, se tropezó muchas veces, se lastimó las manos y las rodillas pero igual siguió corriendo y se metió en el cuarto de su padre y lo sacudió hasta despertarlo. 
Y le dijo: “padre, dadme una foto de la princesa”. 
El Rey Andrés no entendió nada, pero igual buscó debajo de la almohada y se la dio. Marcus miró la foto y sonrió. Una sonrisa enorme, como si un tiburón se hubiese atragantado con una sandía. 


Mirando y copiando cuidadosamente la foto, Marcus se maquilló y se vistió igual que la princesa a la que quería conquistar. 
Y fue así como viajó en helicóptero más allá de la pradera y voló encima del castillo de la Reina Sofía y aterrizó en el puente, al lado de la puerta, y se quedó allí parado. 
Y cada uno de los 17 príncipes cayó en la trampa. 
Uno a uno, Marcus, disfrazado de princesa, los fue metiendo en el helicóptero, sonriendo, recibiendo regalos y besos y abrazos y prometiendo un largo y hermoso viaje sin fin y sin más espera y sin dolor. 
Y entonces llamó al soldado preferido de su padre y se subieron todos al helicóptero y les pidió a los 17 príncipes, con una dulce sonrisa (vestido de princesa) que se lanzaran en paracaídas justo en ese castillo que se veía allá, entre la niebla. 
Todo sucedió a la perfección. Era una excelente estrategia y un gran plan.


Una vez hecho esto Marcus volvió en helicóptero al castillo de la Reina Sofía. En la puerta una chica estaba llorando, preocupadísima, tenía todo el maquillaje corrido y a veces se paraba y empezaba a correr y se detenía y de vuelta se largaba a llorar. Los cocodrilos de caramelo la miraban atónitos y lloraban también. 
A Marcus no le resultó para nada simpático lo que encontró, pero igual trató de seguir adelante. Se quedó a vivir unos días en el castillo de la princesa. Se iba a quedar por siempre jamás pero sólo aguantó unos días, hasta que se dio cuenta que la princesa le resultaba aburrida y desabrida y que siempre tenía algún problema y se acordaba de este o aquel príncipe, y se asomaba a la puerta y hacía cara de mucho recordar y se quejaba de cualquier cosa y no sabía decir otra cosa que “Soy la princesa”, “Soy la princesa”.  
Así es que Marcus, una noche, cerró la puerta bien despacio y se fue del castillo enorme y rosa sin que nadie se diera cuenta. 
Se volvió a vestir de princesa, se subió al helicóptero, recogió caramelos y flores, se robó parte del chocolate, un cocodrilo de caramelo y regresó al reino de Constantementenopla, al castillo del Rey Andrés. 
Estaba muy inquieto y no veía la hora de llegar. Sabía que allí habían cambiado las cosas. Lo esperaban 17 hermosos y diferentes príncipes metidos en una celda, ansiosos de amor.



*Este relato ha sido editado recientemente por La Sofía Cartonera, en su colección especial para seres menores, en el libro titulado "Cuatro Cosmo Cuentos").