Los Centeno 
(capítulos iniciales)


I


Cristian Centeno dormía en el asiento de atrás.
El último asiento de la clase, a la izquierda, en el fondo.
La luz de la ventana caía sobre casi todos los alumnos pero no sobre Cristian Centeno. Con la cabeza apoyada en el cuaderno, suspiraba dormido. Tenía pelo enrulado y pecas, contaba chistes y en los cumpleaños se movía sin parar de acá para allá. Mostraba una energía exagerada, se quedaba siempre hasta lo último porque no tenía padre y la madre era mucama en un hotel. Cristian jamás contó esto; de hecho, inventaba mentiras: decía que el padre era detective y la madre su secretaria, o que el padre era bombero y la madre su secretaria. Que se habían conocido en un incendio, cuando ella se estaba por tirar por la ventana.
Siempre mentía.
Una vez la maestra había pedido que dibujaran un sol hermoso al lado de la frase “día soleado”. Cristian había calcado a la perfección la imagen que había en una revista para niños. El problema fue que terminó la copia demasiado rápido. Todos los otros hacían soles perfectos, se tomaban minutos y minutos de su vida y de la clase para hacer soles perfectos y él hace rato había acabado. Entonces Cristian Centeno, como era frecuente, se durmió. Cuando la maestra corrigió los dibujos, llamó a su lado a Cristian, que se despertó de golpe. Todavía veía imágenes del sueño flotando en la realidad: girasoles, golondrinas y un borrador gigante.
“Lo calcaste”, fue todo lo que le dijo la maestra.
Cristián Centeno vio como tachaban con una gran cruz su dibujo calcado. Luego vio letras rojas al costado: una nota para su padre. Se llevó el cuaderno a la mesa y se quedó recostado encima de él, pensando en el gran borrador y lo que fuera que hubiera antes.



II


            Marcelo Centeno saltaba encima de uno de los asientos de atrás de segundo año B.
            Hacía chistes, un chiste detrás de otro.
            Era el segundo recreo.
            En un momento dijo “tengo algo que contar” y el grupo de varones se puso alrededor de él y escuchó. En esa época Marcelo Centeno habrá tenido trece, catorce años. Contó que la vecina no era linda, que tenía cara y culo de conejo. Que la había estado observando por la ventana. Ella lo vio y él le hizo señas; hablaron a través de la ventana, luego a través del ligustro y cuando se estaba por ir él se animó y le dijo “vení a coger a casa”. Ella fue y se desnudaron. Marcelo buscó con cuidado en los cajones del padre, encontró un preservativo y al entrar a la pieza vio que ella lo esperaba en cuatro patas, babeando, la piel pálida, las piernas torcidas, cada vez más parecida a una liebre. La tomó de la cintura y empezó a bombear. Marcelo les explicó a sus compañeros que no había nada como el sonido de un cuerpo golpeando contra otro. Se abofeteó una pierna con la mano, intentando imitar el sonido. Los otros lo miraron atónitos. Justo cuando terminaban de coger, contó Marcelo, su padre llegó. Él y la señorita conejo tuvieron que vestirse rápido y hacer como si hubiesen estado en la pieza escuchando música. Pusieron el equipo de audio con el volumen al tope y se quedaron moviendo las manos encima de las piernas, sentados, observando la pared: había un póster de Marilyn Manson, dos de mujeres semidesnudas y una foto familiar. Marcelo Centeno no contó eso: a quién le importan los detalles. La cosa es que el padre de Marcelo abrió la puerta y saludó. Dijo algo, pero la música estaba tan alta que no se escuchó nada. Cuando se fue su padre, la señorita conejo, sentada en la cama, intentó tomarle la mano. Marcelo se paró, pasó la mano por la superficie de uno de los pósters y así, de espaldas, le pidió que se fuera.
           Acá Marcelo Centeno terminaba de contar su historia. Justo cuando estaba por sonar el timbre que daba por finalizado el recreo.
          Una vez que sonara, cada uno de los miembros del grupo de varones volvería a su banco. Más tarde se acercarían a Marcelo, quien tenía doce o trece años y le pedirían que contara, otra vez, la historia. Marcelo Centeno no se dará cuenta y al repetirla cometerá un error importante. Aunque nadie lo notará o, si lo notan, les importará poco y nada, porque lo que importa es lo que sienten al escuchar la historia, no la mentira o la verdad.